En 1973, un solo experimento sacudió los cimientos de la psiquiatría moderna. Un hombre reunió a un grupo de personas cuerdas, los envió a hospitales mentales fingiendo alucinaciones… y el resto es historia. Así nació el Efecto Rosenhan, una bomba que estalló en el corazón del sistema de salud mental en el mundo.
El psicólogo David Rosenhan, profesor de la
Universidad de Stanford, diseñó un estudio revolucionario: pidió a ocho
individuos sanos (incluido él mismo) que acudieran a distintos hospitales
psiquiátricos fingiendo escuchar voces que decían “vacío”, “golpe” y “hueco”.
Esa fue la única mentira. Todo lo demás que dijeron fue verdad. ¿El resultado? Todos fueron diagnosticados con esquizofrenia o
trastorno bipolar y encerrados, algunos por semanas, otros por meses.
Una vez internados, los pseudopacientes
actuaron con total normalidad, pero sus comportamientos —como tomar notas para
el estudio— fueron interpretados como síntomas de enfermedad mental. Nadie notó que estaban sanos. Ni los médicos. Ni
los psiquiatras. Ni los psicólogos.
Lo más espeluznante: cuando Rosenhan publicó
sus hallazgos en la prestigiosa revista Science,
un hospital desafió su experimento. “Mándanos pseudopacientes, los detectaremos
todos”, dijeron. Rosenhan aceptó… pero no
envió a nadie. Aun así, el hospital afirmó haber identificado a más de
40 impostores. ¿La locura estaba en los pacientes o en el
sistema?
Este fue el escándalo que desató el llamado “terremoto ético” en la psiquiatría,
obligando a la comunidad médica a revisar sus criterios, sus diagnósticos… y su
poder.
¿Y si tú
también fueras diagnosticado con locura solo por tener un mal día? El
experimento Rosenhan dejó claro que la
línea entre la cordura y la locura puede ser tan delgada como una palabra mal
dicha o una bata blanca con prejuicios.
La locura, al parecer, no siempre está en la mente
del paciente, sino en los ojos de quien lo observa.